En España no se equivoca nunca nadie

Habrán notado ustedes que en este país nadie se equivoca. Ni los médicos que operan el tobillo izquierdo en vez del derecho, ni los abogados que dejan pasar los plazos de reclamación, ni el Gobierno, por supuesto, ni la oposición (porque no existe), ni los críticos literarios. Para la edición de un libro que recopila grandes errores críticos me pasaron una ristra de citas emblemáticas al respecto.


Daba pavor ir pasando los folios y ver cómo Voltaire llama bárbara y vulgar a la obra de Shakespeare, cómo Gertrude Stein descalifica a Ezra Pound o cómo Samuel T. Coleridge acusa de plagio al creador del Paraíso Perdido. Cuando me puse a buscar materiales semejantes de la literatura española, más que equivocaciones encontré envidias, rencores y puñaladas de papel. En nuestra crítica no abundan los errores de Juicio. Y no es nada extraño, pues ya hemos dicho que en este país nadie se equivoca. Al fin y al cabo, toda la culpa de la desgracia histórica de la Armada Invencible recayó sobre un servicio de meteorología que estaba por inventar. Y es que equivocarse no es tan fácil como parece. 

Se requiere al menos dos cualidades: juicio y valor, y la crítica española no anda muy sobrada ni de lo uno ni de lo otro. El,juicio exige tener criterios y en este pais se disculpa su ausencia con el rollo de que los criterios son prejuicios. Se reivindica así una imposible lectura inocente que justifica la puesta en papel impreso de todas las tonterías del mundo. Se rechazan los criterios y se ensalza el gusto como si éste pudiese existir sin aquéllos. Hace poco, un columnista venía a decir que esto de la literatura y la crítica era como la gastronomía: a unos les gustan las patatas fritas y a otros no. 

Por lo visto se olvidaba de que además del gusto existe la posibilidad de que las patatas estén crudas o refritas. Tan crudas como La isla inaudita, de Eduardo Mendoza, o tan refritas como Bella del Señor, de Albert Cohen. Cabe, por supuesto, la sospecha de que alguien las prefiera de esa guisa y, por eso, sería necesario que el critico tuviera, por lo menos, ligeras nociones sobre la historia del gusto. Pero es más cómodo decir una tontería que leerse Lo crudo y lo cocido, de LéviStrauss, o esforzarse en ver la estética -visión del mundo- que incorpora cada obra. Pero la verdad es que hoy tener o intentar tener criterios es algo peligroso. Todos nos hemos vuelto liberales y liberalismo a la española ha resultado ser un escepticismo de carbonero. Optar por algo se lee hoy como síntoma de dogmatismo y aquí el único dogmatismo que tiene buena prensa y suelo es el oportunismo. 

Si a alguien le llaman que se eche a temblar: tiene los, días contados. Y si no se opta por nada, el valor es algo innecesario. La cobardía se disfraza de información objetiva. La prudencia frente al mercado se presenta como tolerancia estética y la ética profesional se trasvasa en encomiado profesionalismo cuando se trata de cobrar nómina de una editorial. Aquí se carga uno a Eco porque, entre otras cosas, queda bien y encima no le pasa a uno nada, y se entroniza a Jünger porque ya se sabe que las ideologías nada tienen que ver con la escritura. Mientras ojeaba aquel rosario de errores, me di cuenta de que en el riesgo estaba la gloria de la crítica. La miseria es haber elegido no equivocarse nunca.

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